El otro día fui a correr a la playa de El Rinconcillo. Unos kilómetros de arena firme que no merecerían una entrada en el blog, sino fuera por una afortunada casualidad que no me resisto a dejar pasar.
Y es que, como habitualmente hago, llevaba el “Mp3” con canciones que saco de Internet, y que muchas veces te deparan sorpresas. Todos hemos oído hasta el hartazgo el famoso, famosísimo Canon de Pachelbel. Es una pieza hermosa como pocas, pero prostituido y envilecido por emisoras de radio y televisión, por anuncios de mil cosas, bandas sonoras, e incluso musiquita de esa que te ponen en la espera de los teléfonos.
Recuero que la primera vez que lo oí, casi un niño, me quede alelado durante un rato. Lo grabé en una cinta y lo escuché una vez y otra.
Pues bien, y no me enrollo más, casi por casualidad fue a parar a mis auriculares la versión de David Lanz y Michael Jones, y volviendo del río Palmones la escuché. Y por esas cosas que pasan de vez en cuando, fue como si volviera a descubrir la obra y la disfrutara por primera vez. Era como si el haber sustituido los tres violines en los que pensó el viejo compositor por un piano, fuera capaz, por un milagro breve y fugaz, de devolver la magia perdida a la música. Y corriendo junto a la orilla del mar volví a sentir cada acorde, como si por un regalo del destino se me hubieran consentido unos pocos minutos de repetir lo irrepetible.
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